Me das alguien para escribir mis insomnios, pero yo no lo quiero. Tengo un tres de bastos en el bolsillo trasero, pero me resisto a guiñarte el ojo para decirte que ganaré la partida, por aquello de que me grites con la voz de la derrota.
Prefiero moverme de puntillas entre sus más profundos sueños, y poder tocar con mi orquesta hasta reventar los cristales de tus tímpanos, para mirarte mientras no despiertas nunca.
Me gusta un poco cuando el agua te llega al cuello, y respiras con una carcajada ahogada, para rellenar tus aveolos de sangre y humo, de la sangre de las risas y del humo de nuestros porros, porros de chocolate blanco.
Vas siempre una copa por delante de mis pensamientos, y un genio sale de lámpara cuando me sujetas las dos manos, y se lleva mi ansiedad para dártela en pastillas de energía ale(gría)górica, que pueden tornar tus pensamientos imperdonables en silencios de contrabajo.
Ocurre entonces cuando el túnes que acaba en tu sistema límbico y comienza en tus pupilas deja pasar al tren de los instintos, con impulsos de pasajeros, y a veces tienes miedo de que descarrile y todo de escape de tu control.
Las notas de tu voz superan o van por debajo de lo que cantan tus caderas, aunque sigues moviéndolas a pesar de que yo me empiece a poner rojo para acabar cantando con ellas.
Y por último decirte después de tanto tiempo que lo he descubierto, que el azúcar de tus venas es tan dulce que un poco más podría provocar diabetes.
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